Hace unos días, trabajando en mi despacho con uno de mis pacientes con daño cerebral, me inundaba la tristeza al escuchar sus palabras de arrepentimiento por haber perdido tanto en su eterna lucha de querer ser el mejor y el primero en todo y pretender que sus hijos también lo fueran. Si bien ambos estábamos de acuerdo en que no se puede ser mediocre en esta vida y es necesario esforzarse por hacer las cosas bien para sentirse satisfecho con uno mismo, también los dos comprendíamos que el planteamiento de no dejarse la piel por ser el mejor tenía muchas ventajas, entre ellas las siguientes:
- Ver a los demás como iguales, compañeros o incluso colaboradores, evita competiciones absurdas y ridículas que generan tensiones por creerse uno más que los otros.
- No estar pendiente de la comparación continua y de cuáles son los errores que cometen los otros, o de sus faltas para poder usarlas como trampolín para sentirse por encima, abre las puertas a descubrir de los demás sus mejores facetas, de disfrutar de su compañía, de aprender de y con ellos, de dejarse contagiar de sus aspectos positivos.
- Tener como objetivo vital más cosas que no sean solamente destacar por encima de los demás permite disfrutar de la vida, de las pequeñas cosas, de los detalles bonitos: una sonrisa, una caricia, una broma, una mirada, una risa tonta, un paseo, un café, una peli en el sofá bajo una manta…
- Permitirse el error es aceptarse imperfecto, y es el primer paso para aceptar los errores ajenos, el perdón y la disculpa de quien se ha equivocado contigo, de ser capaz de pedir perdón y decir una disculpa sincera cuando te equivocas tú.
- Vivir sin luchar en competición destructiva permite crecer como persona, desarrollarse emocional y socialmente, y, sobretodo, no sufrir un estrés continuo por la necesidad de destacar, de no fallar, de no quedar en evidencia.
Creo que son suficientes los motivos para reflexionar sobre ello y, sobre todo, a los que somos padres, para pensar si queremos que cuando nuestros hijos sean mayores hayan sufrido innecesariamente, se arrepientan del tipo de vida que han llevado, anhelen todo aquello que perdieron en el camino de ser los mejores y les invada la tristeza por no saber ser segundo, quinto o el perdedor.