Reírse de sí mismo es de las cosas más difíciles que hay, pero también de las más importantes.
Cuando estudiaba en la facultad tuve un profesor magnífico que en varias ocasiones nos dijo: “nunca te fíes de una persona que no es capaz de reírse de sí misma” y con el tiempo he descubierto por qué insistía en ello.
Ser capaz de reírse de uno mismo implica:
Aceptar que uno no es perfecto. Imprescindible para no exigir la perfección a los demás ni mirar por encima del hombro al prójimo.
Asumir la condición de imperfectos nos abre la puerta a aceptar críticas de nuestros actos, siempre que éstas sean constructivas, claro.
Reírse de sí mismo ayuda a relativizar las situaciones en las que nos equivocamos, hacemos el ridículo o metemos la pata y es un aspecto clave para afrontar la vida con positividad.
Permitirnos la posibilidad de errar y que se nos diga sin enfadarnos y asumirlo con positividad, abre el escenario del aprendizaje para que lo ocurrido no vuelva a suceder, para no tropezar dos veces en la misma piedra.
La risa provoca la liberación de endorfinas, un neurotransmisor que ayuda a paliar el dolor y a mejorar el estado de ánimo, imprescindible para que los aprendizajes se vean reforzados y se almacenen con mayor rapidez y creando una huella más firme en nuestro sistema de memoria.
Y alguien que se sabe imperfecto, se permite errar y está dispuesto a aprender de sus errores, es alguien capaz de reconocer su culpa, de pedir perdón y perdonar. Alguien capaz de comprender que los demás también se equivocan y, por tanto, alguien que no va a juzgar desde la crítica destructiva. Será una persona con disposición para superarse a sí mismo y ayudar a los demás a conseguir sus objetivos, porque parte de la base de que todo es mejorable. Y alguien así, para mí, sí es de fiar.
Por favor, enseñad a los niños a reírse de sí mismos, a entender que no pasa nada malo por reírse de lo que uno ha hecho mal, y sin embargo, tiene muchos beneficios, a corto y largo plazo.