No me digas lo que tengo que sentir, acompáñame y ayúdame a expresar lo que siento.
¿Por qué los adultos tenemos la mala costumbre de querer dirigir a los niños en todo hasta el punto de decirles qué y cómo tienen que sentir? ¿Por qué nos empeñamos en no dejar llorar cuando se necesita llorar, en penalizar la expresión de sentimientos de tristeza, de angustia, de enfado?
¿Os imagináis que un día en el que ha fallecido alguien muy querido por vosotros viene todo vuestro entorno y os dice que no lloréis? ¿Os cabría en la cabeza decirle a un amigo o amiga vuestra que os está contando una desgracia como puede ser un diagnóstico de una enfermedad terminal y que le dijerais “no seas tonto, por esas cosas no se llora”? ¿A alguien le parecería razonable que cuando un adulto está angustiado por algo que desconocemos se le intentara calmar haciendo cualquier cosa que no fuera escucharle, y si no entrara al trapo que le ponemos, encima le castigáramos?
Pues si todo esto no nos parece razonable para un adulto, ¿por qué sí para un niño? ¿por qué cuando un niño llora todo el mundo, hasta el señor que no conoce y se cruza con el niño por la calle, se empeña en decirle, no llores? ¿por qué cuando un niño nos cuenta llorando que otro niño le ha quitado su juguete o un amigo le ha dicho algo que no le ha gustado siempre tratamos de resolver diciendo que por cosas como esas no se llora? ¿Por qué cuando un niño llora enrabietado y no sabemos bien por qué, le amenazamos con que si no se calla le vamos a castigar?
Sencillamente porque nos incomoda, porque el llanto irrita y exige respuesta, pero no una respuesta cualquiera, una respuesta basada en un análisis de la situación, en un importante ejercicio de empatía, en un estar disponible para el otro, en un querer ayudar, y no en una respuesta basada en el intento de cortar lo antes posible el molesto llanto para que la gente no pueda opinar sobre lo que ocurre, para no molestar a los demás, para no dar la nota.
Las necesidades afectivas de los niños exigen atención, tacto, delicadeza, pero, sobretodo, exigen actitud de diálogo y acogida, de no juzgar y dar apoyo incondicional, de acompañar y servir de guía. Los niños manifiestan con la conducta lo que no saben decir con palabras, y somos nosotros, los adultos, quienes tenemos la responsabilidad de escuchar, de saber leer entre líneas, de acoger y acompañar, de poner en palabras lo que ellos no saben, de calmar, de dar seguridad, de ayudar.
Antes de volver a decirle a un niño lo que tiene que sentir, imagínate a ti mismo en su situación, verás como no te gustaría recibir ese mensaje.