No son pocas las veces que tengo padres angustiados y con el nudo en la garganta sentados en mi despacho porque no saben qué hacer con sus hijos, porque les traen de cabeza y consideran que su conducta es inaceptable pero no saben ya cómo corregirla, así que se sienten desbordados y mal porque, al final, su dinámica diaria son gritos y castigos.
En muchas ocasiones me dicen incluso que ya no tienen más con qué castigarles, a lo que yo respondo, con prudencia y con tacto, que solo les queda una cosa, castigarles sin respirar.
Y por qué digo esto, pues porque en muchas ocasiones los padres asfixian a los niños conductualmente porque tienen miedo de que les juzguen cómo son por cómo se comportan sus hijos. Esta tesitura es tremendamente delicada, y merece ser tratada, aunque sea a grandes rasgos.
Merece ser tratada porque el miedo al qué dirán no permite una relación sana con nuestros hijos, sino completamente viciada y condicionada a lo que los demás esperan de nosotros o nosotros queremos mostrarles. Nuestros hijos no son marionetas para exhibir, son personas con emociones y personalidad propias, con necesidades concretas y que merecen el mismo respeto que cualquier adulto.
A veces nos empeñamos los adultos en que nos hagan caso continuamente y absolutamente en todo; tienen que sentir lo que nosotros decidamos (no llores, alégrate, sonríe, no te enfades…), están obligados a compartir todo lo que tienen (a ver cuándo nosotros compartimos nuestro coche, o nuestro móvil, con el papá o mamá que está junto a nosotros en el parque), tienen que tener el hambre que nosotros estimamos (no dejes nada en el plato, no comas más que ya has comido bastante…); tienen que tener los gustos y preferencias que nosotros deseamos (esa ropa es una horterada, este deporte es el mejor para ti, “no hagas FP, mejor Bachillerato…) y así un largo etcétera.
Cuando pretendemos que alguien sea o haga lo que nosotros queremos, acabamos perdiéndole el respeto que merece. Porque como persona, todos tenemos derecho a decidir cómo queremos ser, a elegir nuestros gustos y preferencias, a poder protestar cuando algo no nos gusta, a no acceder cuando algo no nos convence.
Imaginaos por un momento que vuestro jefe estuviera todo el santo día detrás vuestro exigiéndoos que no seáis como sois sino como él quiere, que vuestros procedimientos de trabajo sean tajantemente los que él marca, que no os permitiera manifestar vuestras emociones si no concuerdan con lo que él espera en cada momento, si no os diera la libertad de elegir, es decir, si todo el rato estuviera tratando de manejaros porque siente un poder y una autoridad sobre vosotros que se lo permite. Estoy segura que, si esto os ocurriera, haríais lo posible por buscar otro empleo, por intentar no ver a vuestro jefe, por huir de él.
Sin embargo, cuando nosotros hacemos esto con los niños, no recibimos esa respuesta salvo cuando llegan a la adolescencia, sino que o estallan y manifiestan su desacuerdo conductualmente empeorando la situación, o se hacen completamente sumisos para que los adultos estemos contentos y les demos nuestra aprobación.
Ahondaremos en todo esto más adelante, pero por favor, tened en cuenta que no son nuestras marionetas y que nuestro miedo al qué dirán los demás sobre nuestro hijo, al final marca y envenena mi relación con él.