Oberé. A mi pequeño gran Luchador. A tí, Leo.

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En mi décimo post solo quiero regalaros un cuento que realicé para mi sobrino Leo. Todo lo que pueda decir para explicarlo, está de más.

“En la sabana todos esperaban la llegada del hijo del Gran León. Nadie que acompañaba ese momento esperó el resultado final. El cachorro era pequeño, inmensamente pequeño, diminuto. Mamá y las demás leonas de la manada se miraron preocupadas y mientras decidían como dar la noticia, el Gran León se acercó y al ver a su minúsculo vástago supo que tenía que hacer de inmediato. ¡Oberé! – le llamó con una voz calidad y protectora – acércate y súbete aquí-, mostrándole su gran pezuña. Se subió a la uña indicada y El gran León posó a Oberé sobre su hocico. En silencio se marcharon y no regresaron hasta la puesta de sol. Cada día seguían la misma rutina, al amanecer el gran León subía a su hijo en el hocico y se marchaban en silencio hasta la noche. Los animales de la sabana rumoreaban sobre el aspecto de Oberé, inventaban historias de su tamaño e incapacidad como león y se preguntaban cuando sería la presentación oficial. Pasaron los meses y tras idas y venidas en silencio del pequeño Oberé y Gran León, llegó el día en que éste último, convocó a todos los animales del territorio en el Tumtum, un claro en medio de la sabana en cuyo centro se encontraba la roca sagrada. Jirafas, hipopótamos, facóceros, elefantes, leopardos y demás animales rodeaban el gran espacio y cuchicheaban sobre el aspecto y valía del pequeño. El ambiente se silenció cuando vieron aparecer al Gran León caminando hacia la gran roca. Al principio nadie se percató donde se encontraba Oberé, pero cuando el padre levantó la pezuña hacia su nariz para recoger a su cachorro, se revelaron rostros de sorpresa y un murmullo recorrió todo el lugar. Las hienas mostraban su sonrisa más temida y los cocodrilos ni siquiera se imaginaban cómo podían saciarse con algo tan insignificante. Ajenos a todo ese ruido, el Gran León puso con delicadeza a Oberé en el centro de la roca sagrada y mirando a su pequeño le hizo un gesto de reconocimiento. Después de tanto tiempo, el pequeño león estaba preparado.

Oberé clavó la mirada a los allí emplazados y comenzó a girar sobre sí mismo para que todos pudieran verlo, fue entonces cuando cogió aire tranquilo y profundamente. A la tercera inspiración se hizo con todo el aire que pudo, incrustó sus pezuñas en la roca, levantó el pecho orgulloso y abriendo sus fauces lo máximo posible…. RUGIÓ. Rugió como le había enseñado su padre. A la intensidad del sonido, le acompañaba el crecimiento de sus patas, cuerpo, boca, melena y en el momento más alto de su grito abrumador, el cuerpo de Oberé ocupaba la mayoría del Tumtum y sobrepasaba de largo la altura de los baobabs que lo rodeaban. Los animales permanecían inmóviles ante aquel gigantesco espectáculo. El rugido fue perdiendo intensidad y a medida que esto ocurría el cuerpo disminuía hasta llegar a su ser natural.

Extasiado por el esfuerzo, los ojos del pequeño pidieron ayuda a su padre. El gran León se acercó y recogió a su cachorro con la pezuña, le posó en su hocico y se retiraron en silencio sin mirar atrás. Los animales, aun inquietos, se dispersaron acompañados por el eco del rugido del futuro heredero”.

Para todos los Leo del mundo.

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